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Como he mencionado más arriba, mi hermano un día descubrió que padece el síndrome de Fausto. Esto significa que quiere saberlo todo, no hasta el punto de vender el alma al diablo como Fausto, pero sí hasta el punto, por ejemplo, de agobiarse cada vez que entra en una librería y se da cuenta de todo lo que no ha leído. Como en la vida no hay tiempo para saberlo todo, a no ser que uno haga un pacto con el diablo, y, cuanto más sabe uno, más se da cuenta de todo lo que no sabe, mi hermano lo pasa fatal. Es muy divertido ver cómo se estremece cuando alguien habla de una película que no ha visto o de un libro que no se ha leído. Se le ve cómo lo apunta en una lista mental; casi se le nota la lista en los ojos, una lista que luego, por supuesto, pasa a unos cuadernos que tiene. Cuando más se agita, hasta llegar casi a bizquear, es cuando alguien le dice, refiriéndose a una película o a una novela, «¡Ah!, pero que no la has visto» o «Pero ¿cómo no la has leído todavía?», y sobre todo si completan lo dicho con un «siendo filólogo».
Así que su vida, como la de cualquiera que padece este síndrome, es un continuo sufrir por todo lo que le falta por ver y leer. Y encima, por querer saber demasiadas cosas cultas, acaba dejando de lado el aprendizaje de otras cosas más cotidianas pero más importantes como abrir una puerta con una tarjeta o que se puede llamar al seguro para que te abran la puerta en caso de que se te queden las llaves dentro de casa.
Se enteró de que tenía este síndrome el día que descubrió por azar en internet una página donde aparecían los síntomas. Los que lo padecen son gente que tiene todos los libros de mil y una cosas que hay que hacer antes de morir —él los tiene todos menos el de mil vinos y mil campos de golf; tiene hasta el de mil y un sueños—, además de gente que está todo el rato haciendo listas de lo que les queda por hacer, como mi hermano; es gente que necesita hacer varias cosas a la vez —una de las actividades preferidas de mi hermano es leer una novela a la vez que ve la adaptación cinematográfica, y rara vez no está mirando cosas en el móvil mientras ve una película o pensando en el siguiente libro que debería leerse mientras se está leyendo otro—; es gente que sabe de muchas cosas, pero poco, porque no tienen tiempo de profundizar y así, si se les pide que desarrollen alguna respuesta, son incapaces de hacerlo —como mi hermano—; es gente muy buena jugando al Trivial —mi hermano lleva toda la vida jugando solo y buscando las respuestas que no sabe en la Wikipedia— o en los concursos de la tele —es un adicto a los concursos como Saber y Ganar; hasta se enfada con los que tienen preguntas demasiado fáciles—.
Y además, tal y como él ha temido siempre que le pase, los que padecen el síndrome son gente que llega a un punto en el que tienen toda la memoria ocupada, por lo que para aprender algo nuevo necesitan olvidar otra cosa. Mi hermano tiene malísima memoria, además de problemas para relacionar entre sí las cosas que sabe. Hay muchas preguntas del Trivial que podría saber reflexionando, pero en cuanto no sabe una respuesta directamente se bloquea. Es también muy gracioso ver en sus ojos lo que parece el reflejo de sus neuronas sudando. Menos mal que otras veces, cuando está seguro de que sabe algo, pero no le sale el nombre, le ayuda poner en práctica su truco de ir letra por letra del abecedario mentalmente («A, B, C, D…»), muy rápido, hasta que de repente le sale la palabra. Este truco le funciona sorprendentemente bien.
Ahora que se ha quedado en el paro, mi hermano se ha hecho un plan para ir viendo y leyendo todo. Y se pasa el día haciendo cosas. De ahí que se le suela oír describir repetidamente su situación de esta paradójica manera: «Estoy en paro, pero no paro». Lo ideal para él en su proceso de abarcarlo todo es ver la adaptación cinematográfica de una novela histórica, porque así se quita de una tacada una novela y una película y, además, se entera de algún hecho histórico. Eso sí, las novelas en español dice que hay que leerlas y no ver adaptaciones, a no ser que sean películas o series que aparecen en las listas, como Los santos inocentes de Mario Camus, por ejemplo (que además se puede ver a la vez que se lee la novela de Delibes en la que se basa), o la serie de Fortunata y Jacinta (que hay gente a la que no tiene por qué gustarle leer a Galdós). Como con este último caso, le enfada mucho cuando le recriminan haber visto una adaptación de un libro en vez de leérselo, siendo él filólogo.
Antes de quedarse en paro, más que leer y ver cosas, como no tenía demasiados ratos libres seguidos, se pasaba horas yendo de una página a otra de la Wikipedia, hasta que un día consideró que, aunque a pequeños ratos, era mejor ir leyendo libros y viendo películas. La razón fue que cayó en la cuenta —y así nos lo ha repetido muchas veces— de que los datos y los conocimientos se pueden olvidar y perder, pero de las pocas cosas que nadie te puede quitar en la vida es el haberte leído un libro o el haber visto una película, y mucho menos si te vas haciendo una lista de las cosas vistas y leídas.
Una de las tácticas que se le ocurrió para avanzar más rápido en este camino fue —y no es broma— ver las películas aceleradas. Al principio decía que esto solo se podía hacer poniendo subtítulos —él lee muy rápido— porque, si no, a veces no se entienden bien las voces, pero ahora ya lo hace de cualquier forma. Ha llegado a ver alguna película a 2.00x en VLC (el programa del conito), a doble velocidad, vamos, aunque su velocidad media es de 1.75x. Si le preguntas, te dirá que las películas se entienden igual, o mejor porque no te distraes tanto, y te aseverará que la voz no suena como si hubieran tragado helio; simplemente se consigue que los largos paseos por el campo o los a veces innecesarios silencios pasen más rápido. Supongo que esto se le ocurriría viendo la lentísima Muerte en Venecia de Visconti, que creo que fue para él una tortura, y eso que se leyó a la vez la novelita de Thomas Mann en la que está basada.
En cualquier caso y en resumidas cuentas, por muchos trucos que haga, como mi hermano quiere saberlo todo, acaba por sentir que no sabe nada y más cada vez que alguien sabe o parece saber algo que él no sabe. ¡Qué diferencia con la misteriosa y ambigua frase que escribió siendo pequeño!: «Lo bueno de esta vida es que todos saben algo que yo no sé».
Bien es cierto que ya no lo pasa tan mal como lo pasaba al principio pensando, al ver que otros sabían más que él, que sus esfuerzos eran en vano. Todo fue gracias a que un día leyendo algún libro sobre la Psicología de la Gestalt (como la de la canción La hierba bajo el asfalto de 84) descubrió el principio o ley de la continuidad o cierre. Este principio se basa en la idea de que si vemos una serie de líneas discontinuas que formarían un círculo tendemos a ver o a formar el círculo completo en nuestra cabeza.
Mi hermano aplica esto a la cultura asumiendo que cuando vemos que alguien sabe algo sobre un rey de Inglaterra, por ejemplo, cerramos el círculo y tendemos a pensar que se sabe toda la historia de Inglaterra y seguramente toda la historia de Europa, cuando a lo mejor esa persona sabe eso simplemente porque lo acaba de ver en alguna serie, pero no tiene ni idea ni de quién era Enrique VIII. O, si vemos que alguien tiene muchos libros en casa, tendemos a pensar que se los ha leído todos. (Por ejemplo, en un momento voy a citar Rayuela y podréis pensar que soy un experto en Cortázar o en la literatura hispanoamericana o, incluso, en literatura en general, pero no es así, es simplemente que es el libro que actualmente estoy leyendo.)
Mi hermano llegó a la conclusión de que hay veces que es mejor no dar demasiados datos a la gente para así dejar que la imaginación de los demás, que suele tender a lo máximo, vuele y nos valoren más. Si damos demasiados trazos, los demás acabarán apreciando una figura más real y definida y por tanto menos fantástica y perfecta o menos suya que la que podrían haber imaginado con pocos datos. Solo así es como a veces se reconforta mi hermano cuando alguien sabe o parece saber algo que él no sabe.
Curiosamente, algún tiempo después de llegar a esta conclusión, mi hermano leyó que Cortázar en Rayuela expone una teoría similar aplicando la Psicología de la Gestalt al proceso creativo en las novelas. Cortázar afirma que a la hora de escribir una novela es importante dejar líneas sin pintar para que la imaginación del lector las rellene, hasta el punto de que, como él dice, a veces las líneas ausentes son las más importantes.
También es importante no estar a veces en algunos sitios, como veremos. Por eso, por hoy ya dejo de hablar de mi hermano, con el fin de que vuestra imaginación, con los suficientes trazos que hasta ahora he dado, vuele y rellene esas líneas ausentes de mi relato, permitiéndoos imaginar a mi hermano en situaciones que a mí jamás se me ocurrirían.
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